Felicidad indescriptible




A estas alturas de la vida y, sobre todo, a estas alturas de la Liga, intentar convencer a un “hincha” del Real Madrid o del Barcelona de que el fútbol no es más que un juego no sólo es una misión casi imposible, sino una pretensión tan inútil como patética. Como pasa con todas aquellas cosas que nos gustan tanto que acabamos asumiéndolas como necesarias, el llamado Deporte Rey acaba imponiendo su reinado en nuestros corazones, que ya laten al compás del “Hala Madrid” o el “Cant del Barça”, máxime cuando se aproxima la fecha decisiva del encuentro en que han de medir sus fuerzas ambos rivales ancestrales. Este año, el duelo en la cumbre sí iba a ser rotundamente decisivo, porque era poca la diferencia de puntos que los separaba y porque, innegablemente, el Madrid había hecho una segunda vuelta espectacular, logrando una progresión de victorias épicas que se antojaba casi imparable. El Barcelona, por su parte, parecía estar empezando a pagar el precio de continuar disputando tres competiciones (Liga, Champions y Copa del Rey), y sus últimos compromisos los había solventado con empates que a poco habían sabido. La prensa deportiva madrileña llevaba semanas calentando el ambiente de un modo sencillamente infame, aludiendo a que el equipo catalán (el cual, indudablemente, estaba desarrollando un juego deslumbrante que enamoraba a todo el planeta) estaba experimentando un “canguelo” insoportable mientras se acercaba el día en que tendrían que visitar el Santiago Bernabeu, y, como consecuencia de ese desajuste estomacal, se había puesto en marcha un “cagómetro” que, decían, había hecho agotarse las existencias de papel higiénico en la Ciudad Condal. Liderados por Tomás Guasch, Tomás Roncero y algunos otros individuos despreciables que, con su conducta injustificable, escupían a diario sobre la honestidad y la integridad de la profesión periodística, los diarios “Marca” y “As” nos habían faltado gravísimamente al respeto a todos los aficionados culés. Mirad, yo puedo ser fanático del Barça hasta la muerte, y, como tal, desear deportivamente que nuestro máximo rival, el Real Madrid, pierda todos sus encuentros (incluyendo los partidillos de entrenamiento), pero, de éso a despreciar el talento de sus jugadores y burlarme cruelmente del valor de sus corazones y el fervor de sus simpatizantes, media un abismo que un periodista, un reportero, un informador, jamás debería haber cruzado. Yo mismo, lo confieso, había empezado a preocuparme, a sentirme amargado por el efecto que una posible derrota en el Bernabéu podía haber ejercido en los futbolistas de Pep Guardiola, y ya me preparaba para que aquella ventaja de doce puntos de la que disfrutábamos en Diciembre de 2008 quedase reducida a tan sólo uno, ante la mofa y el escarnio de los más agresivos fanáticos merengues. No obstante, un Madrid-Barça es, en sí mismo, uno de los mayores espectáculos deportivos que pueden presenciarse, y un evento así no quise limitarme a vivirlo entre las cuatro paredes de mi casa, por lo que acudí, como en otras ocasiones, al alhameño Gran Bar, uno de los reductos más pro-barcelonistas que conozco. Tuve que ir una hora antes para coger buen sitio, (in)cómodamente sentado frente a la pantalla gigante, pero os aseguro que muy pronto empezó a merecer la pena. Es curioso y no deja de sorprenderme cómo un club español como el azulgrana tiene tantos seguidores foráneos (mayormente ecuatorianos, marroquíes y senegaleses), y tal vez pudiéramos atribuirlo al talante más abierto de la capital catalana e incluso a la existencia de otro “Barcelona” en Ecuador, pero prefiero pensar que se debe al encanto de ese fútbol alegre y espectacular que constituye la seña de identidad del equipo ya desde los tiempos de mi idolatrado Johan Cruyff. Centrándonos en el partido propiamente dicho, lo cierto es que el Real Madrid comenzó con buen pie, aprovechando la mediocridad defensiva del Barcelona (uno de los pocos puntos débiles, por no decir el único, de este equipo maravilloso) para encarrilar el encuentro con un engañoso 1-0 a cargo de Higuaín. Pocos minutos les duró la euforia. A pase de Messi, Tití Henry clavó el gol del empate y el Bernabeu poco menos que enmudeció, pero es que, casi a continuación, el aguerrido capitán Carles Puyol, tras varias semanas en las que sus actuaciones habían sido justamente criticadas, saltó al aire y, con un potentísimo testarazo, batió nuevamente a Casillas. No sólo habíamos empatado sin aparentar nerviosismo, sino que, a mitad de la primera parte, ya ganábamos al Madrid en su sagrado Templo. Para colmo de los colmos, un Xavi tan inteligente como pícaro robó una pelota casi imposible y le puso a Messi en bandeja el 1-3 que fue celebrado por los parroquianos de mi bar como si se hubiese hallado la cura milagrosa para la gripe porcina, o, mejor aún, para la crisis económica. Hasta ese momento, los tres o cuatro valerosos madridistas que se habían atrevido a festejar el tanto de su equipo y habían ovacionado algunos de los regates de Robben habían seguido dejándose oir tímidamente, pero alguien a mi lado comenzó a vociferar “¡Barça, Barça, Barça, Barça!” y todos los demás nos sumamos al coro como una única garganta, un solo corazón. Yo sabía que, durante el descanso, Juande Ramos les leería bien la cartilla a sus pupilos y el Madrid saldría en tromba y a por todas, y mis temores se confirmaron cuando Sergio Ramos, nefasto como lateral, se las ingenió para batir de cabeza a Víctor Valdés. El 2-3 pudo dar alas a los merengues, pero la gacela Henry se pegó una galopada que culminó con Casillas nuevamente en el suelo y el balón dentro de las redes. El palo fue monumental para Raúl y los suyos: cuando más se habían acercado, más lejos se quedaban, y en todos los sentidos. Más, muchos más gritos de “¡Barça, Barça, Barça!”, y mi garganta comenzaba a enronquecerse. Henry, incisivo y letal; Messi, vertiginoso e imparable; Eto’o, tan falto de puntería como generoso en la entrega; Iniesta, angelicalmente desestabilizador; Touré, rocoso; y, sobre todo y por encima de todos, Xavi, simplemente magistral, destrozaron al Real Madrid en todas sus líneas.

El 2-4 ya hubiera supuesto un justo correctivo y un resultado contundente, pero Leo Messi quería presentar su candidatura al Balón de Oro, y no podía hacerlo con racanería. Un vecino culé ciertamente poco respetuoso perdió la cabeza y recuperó el histórico “¡Madrid, cabrón, saluda al Campeón!” que tantas críticas le granjeó al bueno de Eto’o tres años atrás, pero a fe mía que era casi imposible no corear tan pegadizo estribillo. Cuando, ya en las postrimerías del encuentro, Gerard Piqué, un chico de la cantera que acababa de volver al redil y ya era imprescindible tanto en el Barcelona como en la Selección, le dio la puntilla a San Iker con un devastador 2-6 más propio de un partido de tenis que de uno de fútbol, la locura enfervorizada campó a sus anchas. Eran tantos los aficionados que se habían ido acercando al Gran Bar para vivir aquel acontecimiento que ya no cabían en el local y se les oía aplaudir desde la calle, y yo me dí un par de abrazos con un par de ilustres desconocidos mientras sentía los ojos humedecidos. Sí, todos sabemos que el fútbol es sólo un deporte y el deporte no es más que un juego, pero en la tarde-noche del sábado, dos de Mayo de Dos Mil Nueve, muchos seguidores del Fútbol Club Barcelona experimentamos uno de los momentos más felices de todas nuestras vidas, y estoy seguro de que, dentro de muchos años, todavía mis nietos se acordarán de aquella gesta histórica que espero que a todos los Apóstoles del Canguelo les tapase sus bocazas con un pestilente chorreo de su propia medicina.

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