Cestas que ilusionan... demasiado


¿Por qué llamamos “cesta” a lo que no es sino una caja de cartón? Etimológicamente, la costumbre proviene de tiempos poco menos que inmemoriales, en los que algunos privilegiados recibían, llegada la Navidad, una cesta o canasta que podía contener dulces o botellas o incluso algún producto cárnico que solía ser un pollo, un pavo o, más recientemente, una pata de cerdo (léase “jamón”). Con el transcurso de los años, las artesanales cestas trenzadas en esparto, macramé o materiales similares han ido dando paso a esas enormes cajas rectangulares con asa de plástico cuyo contenido, en esencia, no se diferencia mucho del que albergaban sus arcaicas predecesoras. Los que tenemos la fortuna de compartir nuestra actividad laboral con personas generosas y desprendidas, acabamos por acostumbrarnos (malacostumbrarnos) a que, al finalizar cada año, llegarán a nuestras casas una o varias de estas cajas a las que, inconscientemente, continuamos refiriéndonos como “cestas”. Tales recipientes tienen la ventaja de que, una vez saciadas nuestra gula y nuestra sed, nos sirven, ya vacíos, para mil y un usos, entre los que un servidor prefiere, dada su decoración netamente navideña, el de erigirse en contenedores de belenes, pastorcitos, guirnaldas y espumillón. Ayer tarde abrí una de las cestas (o cajas) que recibí el año pasado y en la que desde entonces han residido las figuritas que pueblan el belén de mi vida tras ser desocupadas de su hábitat de musgo, plástico y serrín al pasar el último siete de enero. La mala suerte quiso que, al abrir aquella caja, un panadero de barro que sacaba de un horno de barro sus panecillos de barro se hiciera añicos al estrellarse contra el suelo. Quise recomponerlo, pero no pude; estaba tan despiezado que ni el doctor Frankenstein hubiera sido capaz. Dejé en el suelo, junto a la entrada, la navideña caja desde la que el horno, al caer, se había convertido poco menos que en harina, y salí al Todo a 100 más cercano dispuesto a adquirir un sustituto lo más parecido posible. Al cabo de un rato regresé, no ya con un panadero sino con un alfarero y una castañera (ya sabéis, una de las profesiones más comunes en la Judea de Poncio Pilatos y el Rey Herodes), y ¡oh, sorpresa!, al entrar en mi casa comprobé con asombro que la cesta (leñe, la caja) se había multiplicado por dos. En mi breve ausencia, había sido nuevamente agraciado con la solícita generosidad del mismo donante que siempre me tiene presente en sus donativos (bueno, a mí y a todos mis compañeros) en estas fechas tan señaladas. Una sonrisa iluminó mi rostro, la saliva empezó a derramarse por las comisuras de mis labios y me abalancé sobre la jamonera que, desnuda y esquelética, criaba telarañas desde hacía diez meses. Sí, las costumbres crean leyes, y cierta ley no escrita reza que determinados contribuyentes contribuyen cada año con un jugoso jamón, cosa a la que ni ahora ni nunca están ni estuvieron obligados, pero a la que, haciéndola una y otra vez, nos acostumbran y casi adiccionan. Desprecinté la ces#@#@#@, o sea, la caja, con tanta ilusión como avidez, y el jamón brillaba… por su ausencia. Ay, la crisis… la mil veces maldecida y cabrona y puñetera crisis… ¿Cómo reprocharle a quien te hace un regalo que no te regale justamente lo que esperabas? De ninguna manera, claro está. Contemplé agradecido el panorama de botellas, lomos y salchichones, volví a cerrar la nueva caja y nuevamente abrí la vieja, de la que saqué, esta vez con más cuidado, un pesebre, cien figuritas, varios rebaños de ovejas, una piara de cerdos, una bandada de cisnes, un pueblo entero esculpido en corcho y un bosque de palmeras de goma, y proseguí, impertérrito, la recreación idealizada del nacimiento del pequeño Niño Jesús.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Ya ves, uno envidia aquéllo que al otro le sobra. En mi caso, por fortuna o por desgracia siempre hemos tenido multitud de cestas o cajas navideñas, aunque sólo una llevaba un jamón... el que ahora añoro.

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