Cambiar de género

Una de mis costumbres habituales es la de leer el periódico al revés. No, no es que me ponga boca abajo para leerlo, sino que siempre lo empiezo por el final, por la contraportada, para que lo primero que lea sean las páginas de cultura y los deportes. Cuando uno transita de este modo un periódico español, es inevitable encontrarse un montón de anuncios de contactos sexuales insertados entre el fútbol y el entretenimiento, alguno de los cuales contiene letras tan grandes e imágenes tan llamativas que es imposible no posar la vista en ellos. Los que más llaman la atención son los de travestis, aunque, a juzgar por alguna de esas fotos no buscadas pero imposibles de no hallar, en este caso la expresión “travesti” es un eufemismo de “transexual”. La otra noche ví en Cuatro un reportaje acerca del mundo de la transexualidad, del que prácticamente nada sabía, y casi mejor que hubiese seguido sin aprender lo que aprendí. Me explico. A diferencia del travesti (un señor que se viste de señora y que luego se quita el atuendo femenino y continúa siendo un hombre), los transexuales son unas personas a las que la Naturaleza les gastó una broma pesada, ya que encerró un alma de mujer en un cuerpo masculino. Conforme van pasando los años (poquísimos, en alguno de los casos), dichos individuos (¿individuas?) deciden que no van a conformarse con su destino, y acuden al médico más próximo para que les recete un ingente arsenal de hormonas femeninas, con lo cual, tras algunos meses de tratamiento, logran contener la aparición del vello corporal, así como la variación tonal de la voz. El. siguiente paso es la cirugía menor: en un quirófano les brotan repentinamente enormes senos siliconados e incluso se permiten mejorar, con botox, algunos de sus rasgos faciales. El 95 por ciento de los casos terminan aquí su transformación. Conservan, por tanto, sus atributos varoniles externos, y alguno de ellos, paradójicamente, continúa dándoles un uso eminentemente masculino. Pero la vida de la inmensa mayoría de estos seres queda sujeta a un patrón que, visto desde fuera, resulta muy poco atractivo. El citado reportaje de Cuatro entrevistaba a varias “mujeres transexuales” (casi todas ellas inmigrantes sudamericanas, todo hay que decirlo) y todas ellas coincidían en que, si bien se sentían, por fin, satisfechas y felices con sus nuevos cuerpos, sus posibilidades de supervivencia se limitaban al ejercicio de la prostitución. “No conozco a ninguna transexual que sea presidenta de una empresa”, decía una de las entrevistadas, razonamiento que justificaba el hecho de que en las zonas menos recomendables de las grandes ciudades y en las páginas de contactos de los periódicos se congregase la práctica totalidad de quienes habían cambiado su sexo en nuestro país. Naturalmente, esa teoría no es totalmente cierta, pues todos hemos oído historias acerca de personas que nacieron hombres y decidieron transformarse en mujeres (sin ir más lejos, la popular “chica Almodóvar” Bibi Andersen, hoy conocida como Bibiana Fernández), o viceversa, y ninguna de ellas se dedicaba, afortunadamente, a vender su cuerpo (como sí hacía ese engendro que se hacía llamar “La Veneno”, uno de los más repelentes hijos de las “Crónicas Marcianas” de Javier Sardá). Si ésta fuese la única opción de quien vino al mundo como macho y tomó la decisión de volverse hembra, mucho me temo que es casi peor el remedio que la enfermedad. O sea, ¿tan mal se pasa siendo mujer en cuerpo de hombre, que merece la pena transexualizarse con el único objetivo de prostituirse? ¿Es acaso llevar una vida como prostituta el ideal de estas mujeres de segunda generación? Frente a estas realidades, también se mostró en el programa el caso inverso: una chica que se sintió chico y se hormonó para que no le brotasen mamas y sí, por el contrario, vello facial y corporal. Este transexual masculino era, con mucho, quien salía mejor parado en el reportaje. Su ambición no era ser puta sino formar una familia, y nos presentó a su esposa (a la que, lógicamente, debió dejar de piedra cuando le reveló su “secreto”) y a su hijo, obtenido mediante inseminación artificial. Me viene a la cabeza, asimismo, el llamativo caso de dos lesbianas norteamericanas, una de ellas también operada para convertirse en varón, a las que la naturaleza les jugó una doble mala pasada, pues quieren concebir hijos y sucede que la hembra descubrió que era estéril , por lo que quien ha tenido que someterse a inseminación ha sido la mujer que en la actualidad se ha convertido en macho, lo cual es el origen de las llamativas fotos que han dado la vuelta al mundo en las que aparece un hombre en avanzado estado de gestación. Esto sí es una solución grotesca para un aparente error genético: la mujer que se sintió hombre se ve obligada a echar mano de la femineidad de la que abjuró para poder culminar su felicidad. Bueno, a mí me parece grotesco, pero supongo que cada cual tendrá su punto de vista, y, en cualquier caso, todas las formas de ser felices sin hacer daño al prójimo merecen ser toleradas y respetadas.

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