Fútbol: Revancha azulgrana


No lo puedo ocultar: algunos empates saben a derrota, y ése fue el amargo sabor que me quedó cuando terminó el partido de anoche entre el Barcelona y el Chelsea (1-1). Durante unas horas, o, mejor dicho, hasta que esta mañana he visto los telediarios y he leído los periódicos, no he podido dejar de pensar en el hecho de que una injusta decisión arbitral (un penalty inexistente en el último minuto de juego) privó al Barça de un triunfo merecido, un triunfo por 1-0 que hubiera sido más contundente que el empate final.

Como dije hace dos semanas, tampoco creo que anoche el equipo catalán fuese abismalmente superior al inglés, aunque sí es evidente que Rijkaard batió a Mourinho en el duelo personal que ambos venían manteniendo. El Chelsea no sabe jugar al ataque y confía demasiado en las genialidades de sus delanteros, sobre todo de Lampard, el jugador mejor pagado de Inglaterra… pero las únicas genialidades que se vieron ayer en el Camp Nou salieron de las botas de Ronaldinho Gaúcho. El brasileño demostró por qué ha sido nombrado Mejor Jugador del Mundo: sólo un futbolista como él es capaz de hacer esos malabarismos, de caracolear de esa manera, de driblar de modo casi imposible a un sinfín de estupefactos defensores rivales, de taconear con gracia y maestría… y de acompañar todo ello con una energía inesperada y una potencia de chut demoledora. El solito desequilibró el partido y él solito lo decidió. (Por cierto, ¿alguien más ha pensado alguna vez que Ronaldinho es demasiado individualista? Si un jugador es tan protagonista como él lo es, ¿qué sucede cuando falta?).

Nada podrá empañar el recuerdo de esas dos intensísimas horas de fútbol (o casi nada: el humo de los cigarrillos que inundaban la cafetería de Alhama en la que ví el partido empañó mis ojos con húmedo escozor); nada podrá igualar la emoción desatada con una explosión cuando Ronaldinho marcó su decisivo gol(azo); y nada podrá edulcorar la tristeza al ver al pobre Messi llorar mientras se retiraba lesionado justo cuando estaba empezando a brillar con la misma intensidad que en el encuentro de ida disputado en Londres. Partidos como el de anoche constituyen la esencia de la pasión que despierta el fútbol: ritmo trepidante, espectáculo de primer orden, jugadores que están dispuestos a darlo todo en el terreno de juego… Lástima que ni siquiera la pasión que se vivió sobre el césped consiguiera alterar el semblante perennemente malhumorado del ínclito José Caradeperro Mourinho.

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